Fuera hace frío, el termómetro que
hay junto al cartel de la puerta marca que están a tres grados. Mirando por la
ventana sólo puede verse un manto de paraguas de colores moviéndose por todas
partes, imposible distinguir a quienes van debajo. Son las seis de la tarde de
un día gris de enero, y ahí fuera no llueve, diluvia.
En un día como este no tiene descanso. Todo el
mundo busca donde refugiarse de la lluvia y este lugar es ideal para eso. El
ruido envuelve el ambiente: grifos que se abren y se cierran, vasos que chocan,
cucharillas que caen al suelo, demasiadas voces intentando hacerse escuchar por
encima de las demás... Le duele la cabeza, se para, respira profundamente, le
llama el trabajo, se estresa. Sólo quiere que acabe el día, marcharse y
descansar. La monotonía le abruma, horas y horas de trabajo, paseando entre las
mesas y soportando las quejas de unos clientes nunca satisfechos.
Se escucha el sonido de la campanilla que hay
sobre la puerta al abrirse y entra una ráfaga de aire que momentáneamente hiela
a todos en el local. Lleva todo el día intentando ignorar el tintineo, pero
esta vez, de forma automática, su vista se desvía a un punto concreto del bar.
Todo lo demás pasa a un segundo plano. Pero en cuanto se detiene a mirarla
entrar sabe que algo va mal. Su sonrisa, esa eterna sonrisa que cada día le
hace olvidar la pesadez del trabajo no está, ha desaparecido, no queda rastro
de ella.
Ella. Sí, no hay otra forma de llamarla, para él
lo es todo: simple y llanamente “Ella”. Lo supo desde el momento en que la vio,
desde aquella tarde en la que ella cruzó esa puerta y se sentó junto a la
ventana, sacó un libro de su bolso y se puso a leer durante horas evadiéndose
del mundo que la rodeaba. La mira, siempre con discreción, pero ella ni se da
cuenta. Normalmente se acerca a preguntarle qué va a tomar, aunque ya lo sabe,
pero le sirve de excusa para hablar con ella, para escuchar su voz. Hoy
simplemente la observa con tristeza, buscando algún rastro de su sonrisa, el
brillo que hay en sus ojos, pero está como ausente. Espera un par de segundos,
esperando que saque su libro y empiece a leer, sin embargo, ella se sienta con
la mirada perdida en un mundo que nadie más puede ver.
Hoy nada
le salía bien. Normalmente logra mantener sus emociones bajo llave, encerradas
en alguna parte de su alma lo suficientemente fuerte como para retenerlas. Pero
siempre todo tiene un límite y ella está cansada. Cansada de todo, de que el
mundo la trate mal, de soñar despierta y de que ninguno de esos sueños se
cumpla. Cansada de esperar escuchar palabras que nadie le dice, de esperar
tropezarse con alguien que la quiera, o que simplemente la conozca y la
comprenda. Siente frío, pero no tiene nada que ver con la temperatura de fuera,
sino con el gran vacío que hay en su interior.
Levanta la vista, lleva cinco minutos aquí
sentada y empieza a pensar que se ha vuelto invisible hasta para el camarero,
su camarero. Él, una de las pocas razones que tiene para romper su camino del
trabajo a casa, de casa al trabajo. Si supiera que viene todos los días sólo
para verle… pero no lo sabe.
Nadie lo sabe…..